El progresismo, enfermedad terminal del izquierdismo (y II)
La tiranía más efectiva no es la que mantiene el control a través de la coerción, sino la que inocula en la mente de los súbditos el amor por la misma.
4. Progresismo y cultura de masa
“La sociedad de masas (…) no quiere cultura, sino ocio (entertainement). El resultado no es una cultura de masa (…) sino un ocio de masas, que se alimenta de los objetos culturales del mundo (…). La actitud del consumo implica la ruina de todo lo que toca.”
HANNA ARENDT, Between past and future.
“Lejos de asistir a la democratización de la cultura, parece que somos más bien los testigos de su asimilación total a las exigencias del Mercado.”
CHRISTOPHER LASCH, Mass Culture Reconsidered
La tiranía más efectiva no es la que mantiene el control a través de la coerción, sino la que inocula en la mente de los súbditos el amor por la misma, junto con la idea de que no hay un exterior al sistema. Ésta es la gran lección de Orwell en “1984”, una lección en base a la cual cabe afirmar que la fabricación de consenso social a través de la cultura de masa generada por el hiper-capitalismo no deja de tener ribetes orwellianos. La denuncia de esta cultura de masa, esto es, de la “nueva barbarie” generada en un proceso de embrutecimiento cultural a escala industrial, cuenta ya con una abundante literatura a ambos lados del Atlántico. Una literatura crítica que, en gran parte, procede de autores que todavía se reclaman de una izquierda anclada en el viejo sueño humanista e ilustrado, o de aquél socialismo cuyo ideal de emancipación no se limitaba a la mera redistribución de las riquezas, sino también a la del conocimiento y la cultura.
En todo ello se advierte la impronta pionera de Christopher Lasch y de su disección de la Cultura del narcisismo, enfoque que estos autores desarrollan para integrar nuevos análisis sobre la globalización, la sociedad del hiper-consumo y la cultura de la post-modernidad.
¿Qué es la posmodernidad? La definición más sintética, y que a su vez nos permite sortear un debate interminable, es la que identifica la post-modernidad con el fin de las metanarrativas o “grandes relatos”: aquéllos que ofrecían una interpretación integrada y coherente de la realidad, y consecuentemente pautaban la actitud de los hombres frente a la misma. Reducidos a escombros los discursos grandilocuentes y mesiánicos —religiones, patriotismo, marxismo— el hombre posmoderno, a solas consigo mismo, navega entre los fragmentos de una maraña infinita de pequeños relatos, que conforman el tejido de su vida cotidiana. En una interpretación optimista, los hombres se encuentran, por primera vez en su historia, ante la oportunidad de acceder a su realización personal en un contexto plenamente pluralista. Pero existen otras lecturas de la condición posmoderna.[1]
Para el filósofo francés Dany-Robert Dufour, la idea de que el sujeto individual haya podido salir indemne de esa debacle de los “grandes significantes” constituye la mayor patraña de los filósofos posmodernistas. Según Dufour, lo que la post-modernidad ha operado ante nuestros ojos es, únicamente, una sustitución de metanarrativas: aquellas que reposaban sobre visiones trascendentes, han dejado paso al relato fundador del pensamiento liberal. Y éste reposa sobre un credo: “liberadme de todo lo que me aliena (las instituciones, la cultura, la civilización, la lengua, los significantes, la paternidad, el saber, los poderes etc etc) y ya veréis lo que vais a ver”.[2] En este sentido, el adjetivo “liberal” designa la condición del hombre “liberado” de toda vinculación a los valores.Y es precisamente aquí donde se revela, en todo su esplendor, el papel desempeñado por la izquierda. Las cruzadas a favor de la liberación de las “prisiones” institucionales —en la línea de Foucault y demás teóricos de la izquierda libertaria— sólo han contribuido a despejar el camino del capitalismo, al desacreditar todo aquello que, por derivar de una dimensión trascendente —valores morales, culturales, religiosos— no tiene una conversión directa en forma de mercancías o servicios.
En realidad, el régimen de capitalismo absoluto sólo puede erigirse sobre un proceso de des-simbolización total de la sociedad. Éste es un concepto clave para comprender la esencia del nuevo espíritu del capitalismo. Dany-Robert Dufour define la des-simbolización como el proceso tendente a eliminar de los intercambios sociales todo aquello que los excede y los fundamenta.
Es decir,
aquellas reglas que a su vez reenvían a los “valores” que normalmente emanan de una cultura: principios morales, cánones estéticos o modelos de virtud.[3] Un símbolo es un mediador entre lo visible y lo invisible. Y tiene siempre un carácter instituyente: conforma un cosmos a partir de un caos. El símbolo es forma, orden y jerarquía. Como realidad cultural, el símbolo reposa en gran medida sobre lo arbitrario, y en consecuencia sobre la violencia: la violencia simbólica. Una violencia necesaria, puesto que de lo que se trata es de someter a los hombres a la ley de la humanidad, esto es, a la cultura.
Sin embargo, la post-modernidad es la era del movimiento, de lo precario, de lo fluido. Según el término acuñado por su más emblemático sociólogo, Zygmunt Baumann, la post-modernidad es “líquida”, en contraposición a la “solidez” de los tiempos modernos. Es el imperio de lo efímero, un imperio en el que no hay lugar para la forma, el orden ni la jerarquía. Se trata de una sociedad atomizada, de “partículas elementales” sin lealtades ni vínculos permanentes, de individuos cuya banalidad existencial se canaliza a través del consumo compulsivo. En este escenario, está claro que nada puede quedar a salvo del merchandising.[4]
El objetivo a abatir son por lo tanto todos aquellos referentes culturales e identitarios que, por derivar de un universo de valores ajenos al Mercado, serían susceptibles de presentar resistencia a las embestidas publicitarias. La cultura del “68” puso de moda el término “desmitificación”, que va a la par con los de des-institucionalización y desregulación (concepto neoliberal donde los haya). Se trata, en palabras de Jean-Claude Michéa, del “desmontaje de todas las construcciones normativas construidas en referencia explícita a una “ley simbólica”, en provecho de los dispositivos “axiológicamente neutros” del Mercado y del Derecho”.[5] El programa liberal-libertario se resume en la destrucción sistemática de las que Foucault calificaba como “sociedades disciplinarias”. Y ello, para dejar paso a la cultura de masas del capitalismo total: una “cultura” a-histórica y desarraigada, fluida y perecedera. Es la cultura de la fusión y la transparencia, del reciclaje y del “collage”. Una cultura “liberada” del peso simbólico de la identidad. Un programa en el que el neoliberalismo y la nueva izquierda coinciden plenamente: la des-simbolización mercantilista del mundo.
El objetivo de ese proceso de des-simbolización es la creación de un individuo “flotante”, maleable y a-crítico. La pérdida de todos los puntos de referencia que confieren un sentido a la vida resulta así en un individuo completamente abierto a todos los estímulos del Mercado: el perfecto consumidor. Pero el advenimiento de este sujeto posmoderno no es el resultado de un fenómeno espontáneo, sino de su fabricación en serie por el sistema. Y ello a través de dos de sus instituciones mayores: la escuela y la televisión.
En ningún otro ámbito ha sido más evidente el papel de la izquierda como palafrenero del capitalismo que en la conversión de la escuela en una gigantesca guardería para los ejércitos de reserva de consumidores. Y ello, al tiempo que lo más granado del sistema educativo se orienta a la fabricación de soldados para las guerras económicas del futuro, al dictado de los requerimientos del Capital. Un resultado final que, paradójicamente, no puede ser más anti-igualitario. La acción de la izquierda sobre la educación ha sido especialmente funesta, debido, en primer término, a la traslación de las teorías libertarias del movimiento post-sesentayocho a una “nueva pedagogía” cuya aplicación ha tenido resultados desoladores. Esta nueva pedagogía (originada en la estela del movimiento contracultural en el otro lado del Atlántico) recibió en Europa el aporte y el empaque teóricos de los grandes gurús de la izquierda libertaria (Foucault, Deleuze, Bordieu), en una perspectiva “antiautoritaria” que partía de la fórmula que identificaba la escuela con la prisión. Desde este enfoque “liberador”, pueden explicarse los desvaríos de la institución educativa a lo largo de las cuatro últimas décadas: un período en el que unos poderes públicos culturalmente de izquierdas han puesto en marcha un sistema en el que la pérdida de la disciplina corre pareja a la pérdida de la educación. Lo sucedido en la institución educativa es un ejemplo “de manual” sobre la capacidad del neoliberalismo para integrar en su provecho los esquemas libertarios de los años 60. Lo que se ha operado es la sustitución del modelo secular europeo-occidental de educación, basado en la distancia generacional, en la disciplina y en el esfuerzo, por un modelo ultraliberal que ha extendido la “democracia” a la escuela.
En el mundo post-moderno, el esfuerzo y el mérito personales se ven desincentivados, para evitar “traumas”. El alumno no debe tanto superarse como distraerse. La autoridad del profesor deja paso a la “participación” del alumno. La transmisión del saber cede ante la “comunicación”, según el modelo del “talk show” televisivo. Un enfoque “interactivo”, acorde con el dogma de la “autonomía del niño”, que destruye la relación profesor-alumno y que explica, entre otras cosas, la creciente violencia en la Escuela.[6] En realidad, ya no se trata tanto de alumnos como de “jóvenes”. La ausencia de la formación del carácter y de valores comunitarios se suplirá —eso sí— por la moralina del sistema: la educación para la ciudadanía. Un “caldo conceptual —en palabras de J- C Michéa— tanto más fácil de extender en cuanto no hará, en suma, más que redoblar el discurso dominante de los medias y del show-biz”. Está claro que, para el consumidor-modelo del futuro, lo cretino no quita lo políticamente correcto.
Lo que en el fondo está en juego es la capacidad de elaboración de un discurso crítico, una capacidad que necesariamente debe apoyarse sobre puntos de referencia trascendentes: aquellos que trascienden las pulsiones inmediatas del sujeto, y cuya posesión marca la transición de la infancia a la madurez. Pero está visto que el capitalismo nos infantiliza. Y el mercado nos proporciona los kitsadecuados para satisfacer nuestras pulsiones infantiles. La des-simbolización y la pérdida de sentido aplicada a la Escuela han resultado en lo que J-C Michea denomina “la Escuela del Capitalismo total”: una fábrica de analfabetos funcionales y de descerebrados consumidores de “marcas”. Quince siglos de tradición educativa en occidente arrojados por la borda, a la mayor gloria del deconstructivismo pedagógico de la neoburguesía “progre”.[7]
Al lado de la escuela, hemos mencionado a la televisión como otro instrumento privilegiado de lobotomización al servicio del sistema. A través del audiovisual, el Mercado sustituye a las familias como medio de transmisión cultural. Para pasar el mensaje de la cultura de masas del capitalismo, lógicamente.
La cultura de masas del capitalismo. Para definirla, nada mejor que recurrir a un término generado en el seno de su propia clase dirigente: el tittytainement. Éste término —que ha sido traducido al español como “entetanimiento”— fue acuñado por Zbigniew Brzezinski en una reunión de líderes políticos y económicos mantenida en San Francisco en 1995. Sirve para designar a un “cocktail” de entretenimiento vulgar y embrutecedor, de bazofia intelectual, de propaganda y de elementos psicológicamente nutritivos que se suministra a la población frustrada del planeta, para mantenerla sumisa y de buen humor. La mencionada reunión en San Francisco asumió un presupuesto de trabajo tan cínico como franco: en el siglo venidero, el 20% de la población total del planeta bastará para mantener todala actividad de la economía mundial. ¿Cómo asegurar la gobernabilidad del 80% económicamente superfluo? La propuesta que se impuso como más razonable al término del debate fue la proporcionada por Brzezinski: tittytainement.[8]
Este dato ofrece más de una pista sobre el porqué del flujo ininterrumpido de basura que mana de los televisores (flujo multiplicado hasta el infinito a partir de la relegación de las cadenas públicas por las privadas) y sobre el carácter ramplón y deleznable de buena parte de los productos de la cultura de masas y de la sociedad del espectáculo. Y permite también poner en su contexto otros fenómenos asociados, tales como la creciente combinación de altos niveles de renta per capitacon un descenso general de la educación y de las formas tradicionales de cortesía, o el descenso de la capacidad expresiva y empobrecimiento linguístico de amplios sectores de la población.
Nada más lejos del espíritu del sistema que una mirada condescendiente sobre los productos degenerados del “entetanimiento”. Ello revelaría una actitud elitista, un crimen contra la corrección política. El liberalismo libertario, al igual que en la escuela, aplica la lógica “democrática” a la cultura, con la consiguiente evacuación de todo ideal de excelencia. Desde el graffiti urbano hasta las catedrales góticas, hoy en día todo es cultura. Se trata de algo sobre lo que ya alertó en su día Hanna Arendt, y que Dany-Robert Dufour denuncia como la solución para enmascarar la desaparición de la cultura: el llamar “cultura” a todo lo que no lo es. La cultura se reduce a cuestión de marketing y envoltorio, performance y espectáculo. “Atomizada, pulverizada, reventada, explosionada, la cultura no deja de llover en forma de cotillones y confetis”.[9]
El espectáculo. La era del capitalismo global como “sociedad del espectáculo” fue diseccionada ya hace décadas por el escritor y agitador intelectual Guy Debord. En la formulación del padre del “situacionismo” francés, espectáculo es “el Capital a un grado tal de acumulación que deviene imagen”. Es por ello lógico —señala Jean-Claude Michea— que “los profesionales del espectáculo y de la comunicación sean los mejor situados para diseminar el imaginario del sistema entre la totalidad del cuerpo social”. No es extraño que hasta las más insignificantes vedettes mediáticas pasen automáticamente a oficiar como “intelectuales”, y que los “actores, artistas e intelectuales” se sitúen indefectible e invariablemente, en cualquier momento y lugar, en la vanguardia de las causas más “progresistas” de la “izquierda divina”.
Así, el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a los artistas oficiales del showbiz “encontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegura su rentable celebridad.”[10]
Lo que ocurre es que la mayoría de esas causas progresistas coinciden en promover un tipo humano buenista, pero ajeno a toda verdadera función crítica. Un individuo nihilista, de identidad flotante y maleable, abierto a toda novedad y a todo progreso, con un cerebro listo para ser rellenado por la kaka de luxe del sistema. Un tipo “liberado” de dogmas y prejuicios, si bien encerrado en la cárcel del pequeño ego mezquino de sus compulsiones. Vivir y pensar como cerdos. ¿Quién está en la vanguardia de esa “liberación”?. La “izquierda progresista”, esa cumplida majorette del “entetanimiento”.
5. Progresismo versus Identidad
“La apoteosis actual del Mercado se reconoce…por la desaparición progresiva de los diversos pueblos de la Tierra, y por la aparición de rebaños de consumidores federados por el Mercado e interpelados individuo por individuo, principalmente por la televisión”.
DANY-ROBERT DUFOUR Le Divin Marché.
« El único contenido residual de la izquierda en esos años era el antirracismo, o más exactamente el racismo antiblanco”
MICHEL HOUELLEBECQ La posibilidad de una isla
Hemos señalado que la posmodernidad es la era del movimiento, de lo precario, de lo fluido. El hombre posmoderno es un hombre de identidad flotante, abierto a todos los estímulos de novedad y de “progreso”. La identidad posmoderna es “líquida”, y se acopla perfectamente con el nuevo espíritu del capitalismo y su ideal de transparencia y circulación total de bienes y mercancías. La precarización de las identidades hace posible que, a partir de ahora, éstas puedan suministrarse en kitsa disposición del público. Como señala Alain de Benoist, “los hombres deben ser aligerados de su peso simbólico: lo que circula no puede sufrir el lastre de atribuciones simbólicas, a comenzar por el reconocimiento de la identidad”.[11]
La izquierda progresista es el mejor auxiliar posible del capitalismo en esta empresa de deconstrucción de las identidades. En primer lugar, por una razón filosófica de fondo: la izquierda siempre ha sido universalista e igualitarista, y por lo tanto recelosa de particularidades y diferencias. Partiendo de un sueño utópico de fraternidad universal —una secularización de temas cristianos— y portadora de un falso universalismo, a saber la unificación del planeta a través de la liberación de las clases explotadas, la cultura de izquierdas es la menos inmune a la perspectiva, hoy real, de unión del planeta en la globalización capitalista. Derrumbado el sueño marxista de unificación universal bajo la égida del proletariado, la izquierda ha pasado de facto a apoyar la unificación universal bajo la égida del americanismo cultural.
Para la izquierda progresista, el multiculturalismo americanizado es una de las ideologías de sustitución que rellenan el hueco dejado por el marxismo. El multiculturalismo se une así a los otros ingredientes del caldo liberal-libertario procedente de los Estados Unidos y adoptado por la “nueva izquierda” europea: feminismo radical e ideología de género, minorías raciales y sexuales, inmigracionismo, corrección política, etc. Vectores todos ellos que apuntan a ese proceso de disolución de identidades en el magma del Mercado global. El examen de los casos particulares del multiculturalismo y de la deconstrucción de la identidad sexual puede ser útil para aprehender el modus operandi de las sinergias entre la izquierda progresista y el capitalismo.
El multiculturalismo es la expresión más acabada de la ideología del capitalismo planetario. Como es sabido, la antropología liberal parte de la visión de la humanidad como una colección de individuos movidos por el cálculo de su interés: una libre concurrencia de egoísmos, que la mano invisible del Mercado se encargará de armonizar. Para explicar el origen de las colectividades humanas, el liberalismo recurre al mito contractualista de un Pacto original: el “contrato social”, por el que los individuos se unen para defender su interés racional. Ahora bien, si llevamos este razonamiento al extremo, toda agrupación será igualmente susceptible de reconfigurarse o de disolverse, cuando ese mismo interés racional de sus componentes así lo exija. Para el liberalismo, los intereses de las partes —fundamentalmente económicos— se expresan en el Mercado, que constituye por lo tanto el vínculo socialbásico.
No es extraño en consecuencia que el liberalismo se muestre en principio hostil ante toda idea de comunidad. Según el enfoque comunitario, las principales agrupaciones humanas (familias, pueblos, naciones) se fundamentan en vínculos naturales basados en lazos orgánicos de identidad colectiva (lengua, cultura, religión) y se definen por referencia a sentimientos esenciales que se remiten a un “alma común”. El origen del grupo no está por tanto en un “contrato social”, sino en una comunidad inmemorial de sentimientos. Ahora bien, mal pueden las fuerzas globalizadoras de la oferta y la demanda acomodarse con este tipo de intangibles no racionales. Bien sabido es que los sentimientos que se derivan de una identificación comunitaria, tales como la fidelidad a las raíces, la devoción a una causa, a una religión, el patriotismo o el honor colectivo no son económicos, no son previsibles. De todas las agrupaciones de dimensión comunitaria, aquella que presenta un perfil más peligroso es sin duda el Estado-nación, por ser el que cuenta con más medios para defenderse. En este contexto, no es extraño que el multiculturalismo se presente como la herramienta privilegiada del capitalismo para explosionar las comunidades nacionales en una miríada de individuos agrupados en tribus multicolores.
Es preciso subrayar un aspecto: en una curiosa maniobra semántica, el multiculturalismo se presenta ante la opinión de numerosos países occidentales como “comunitarismo”. Pero es preciso no dejarse engañar. Ese pretendido“comunitarismo” se refiere, en realidad, a las “pequeñas comunidades” raciales, religiosas, “tribales” o de intereses, en gran parte derivadas de la inmigración. Se trata en definitiva de las famosas “minorías” de la contracultura anglosajona, que en el marco del multiculturalismo actúan como agentes de depreciación y de fragmentación de las “grandes comunidades” nacionales, las cuales necesitan de un mínimo de cohesión y de homogeneidad social para poder sobrevivir.
La izquierda progresista suministra al multiculturalismo su herramienta ideológica más eficaz: el “antirracismo”. Más que una ideología, se trata de un instrumento cuasi policiaco. En realidad, no es una ideología, ni una política. Consiste más bien en una postura moral. Una postura de denuncia sistemática y de condena —no solo moral, conviene precisar— de los disidentes. El antirracismo se articula en numerosos países europeos como una fuerza política per se, que actúa a través de una red de grupos de presión, conglomerados mediáticos, asociaciones y ONGs, muchos de las cuales viven de subvenciones públicas, y que a su vez terminan sirviendo a muchos de sus miembros como plataformas para medrar en carreras políticas más convencionales. La fuerza del “antirracismo” reside en la repulsión general que suscita la acusación de “racista”. En palabras del escritor francés Renaud Camus “el poder del antirracismo es absolutamente inquebrantable en tanto en cuanto no haya nadie para enfrentársele excepto los racistas: es mas o menos como si la represión sexual de los tiempos pasados no hubiera tenido enfrente de ella, para oponerse a sus abusos, más que a los violadores de niños”.[12] El problema no es por tanto que el “antirracismo” combata a los verdaderos racistas, sino que en la misma “categoría maldita” de las razas meta a las etnias, a los pueblos, a las civilizaciones, a las culturas y a las identidades en general. En suma, toda una porción de la realidad cuya invocación o defensa está oficialmente excluida del debate público. En su sensación de infalibilidad, el antirracismo se permite una extensión indefinida de su campo de batalla, que en realidad no hace sino avanzar la agenda multicultural del capitalismo.
Por otra parte, la agitación multicultural presta también un impagable servicio a aquellos sectores de la izquierda radical que siguen tratando de insuflar alguna vida a los cadáveres de Marx y Lenin. No en vano, esa izquierda se apresura a proclamar que “los inmigrantes constituyen las principales víctimas del neoliberalismo”, con lo que esperan contar con un nuevo proletariado al que liberar en sustitución de la vieja clase obrera europea. Al final del proceso, unos y otros confían en que los “papeles para todos” se trasmuten en papeletas de voto para la izquierda. Al tiempo que el capitalismo puede disponer de una mano de obra multicultural, menos exigente —en principio— que la autóctona.
El multiculturalismo como “estrategia de sustitución” es un síntoma del fenómeno —al que hemos aludido arriba— de la despolitización de la economía. Y por ende de la despolitización de la propia política, que cede el paso a un estadio “postpolítico” de gestión y de búsqueda de consensos. En eso consisten precisamente las “políticas identitarias”: en la negociación de estatutos particulares que reconozcan las identidades de los diferentes grupos, en el seno de un orden global racional que señala a cada uno su justo lugar. En este escenario, el único vínculo de unión entre los múltiples grupos es el del Capital, siempre dispuesto a satisfacer las reivindicaciones específicas de cada grupo y las demandas de consumo de cada subcultura (turismo gay, músicas étnicas…). Ahora bien, ese regateo de “soluciones particulares” es justo lo contrario de lo político. La esencia de la política —de la gran política— se inscribe en una dimensión conflictiva, en la que lo que está en juego son alternativas reales sobre el modelo social. La política se refiere al cambio de las condiciones generales, y solo surge —en palabras del filósofo Slavoj Zizek— “en el momento en el que una demanda particular no es simplemente una parte de la negociación de intereses, sino que conduce a algo más, y comienza a funcionar como la condensación metafórica de la reestructuración global del espacio social en su totalidad”. Se entiende que, en el contexto actual, las “políticas identitarias” sean la característica de una izquierda despolitizada que no cuestiona el orden establecido, por lo que “todo pasa en realidad como si la energía crítica hubiese encontrado un derivado de sustitución en las luchas por las diferencias culturales, que dejan intacta la homogeneidad básica del sistema-mundo capitalista.”[13]
El multiculturalismo es una idea engañosa, en la que nada es como parece. En una visión superficial, se trata de una propuesta encaminada a preservar la diversidad y la pluralidad del mundo, sobre la base de un consenso básico sobre los valores de democracia y tolerancia. Pero la realidad es algo más compleja.
El multiculturalismo hace siempre gala de la tolerancia frente al “Otro”. Pero no se trata de un verdadero “Otro”, sino de un “Otro” aseptizado, aseado y reciclado por la propia ideología multiculturalista, y por las formas de vida del consumismo capitalista. En el fondo, ese “Otro” no es sino una versión diferente de lo “Mismo”. Porque cuando el “Otro” verdadero aparece, empiezan los problemas. ¿Ablación del clítoris, poligamia, aplicación de la sharia?. Así, los contornos y los límites de la famosa “tolerancia” entran en una complicada casuística, sobre la que ni los propios doctores del multiculturalismo acaban de ponerse de acuerdo. En realidad, el multiculturalismo se encuentra preso de un dilema insoluble: si extrema la tolerancia frente a hábitos culturales atentatorios contra los derechos humanos, puede ser acusado de complicidad con la barbarie. Y si trata de imponer urbi et orbe las concepciones occidentales sobre la dignidad humana, puede ser acusado de imperialismo cultural y de eurocentrismo.
En el fondo, el multiculturalismo es esencialmente tramposo. Porque no consiste en un respeto al verdadero “Otro”. Las poblaciones inmigrantes son bienvenidas, pero se espera que su alteridad no pase de pintorescos costumbrismos culturales y religiosos, que no pongan en tela de juicio los fundamentos del sistema. En realidad, a lo que el multiculturalismo apunta en su estadio final no es a la coexistencia de culturas, sino al mestizaje: la fusión de culturas en el seno de un Mercado entendido como sistema global. Un proyecto sin precedentes de homogeneización del mundo, en el que las identidades particulares —formalmente respetadas— pasan a enmascarar el desarraigo colectivo. Un proceso de aculturación generalizada, puesto que la auténtica riqueza de las culturas proviene no de la hibridación entre las mismas (preludio de su disolución y muerte lenta) sino de los intercambios entre las mismas, para lo cuál es imprescindible que éstas puedan a su vez desarrollarse con autonomía en el ámbito que les es propio.[14]
Se trata de un proyecto particularmente nocivo para Europa, principal teatro de experimentación de este nuevo “mundo feliz”. Su resultado previsible será reducir las naciones europeas al estatus de “naciones de servicios”: entidades susceptibles de presentar una oferta preparada para que cada recién llegado se sirva lo que le interesa (seguridad social, trabajo, ocio), y deseche el resto (idioma, cultura o valores). Un experimento a largo plazo arriesgado, en el caso de que la máquina del consumo y del bienestar —el único vínculo social real— deje de funcionar. Pero los mercados suelen ser cortoplacistas. Y ya se sabe que tanto la derecha como la “izquierda progresista” no tienen más plazo a considerar que la próxima cita electoral.[15]
6. Progresismo y políticas de género
“Todo orden, todo discurso que se alía con el capitalismo deja de lado todo aquello que simplemente llamamos “las cosas del amor””.
LACAN Seminario, 3 de febrero de 1972
Señalábamos que el carácter “fluido” de la posmodernidad, que se corresponde con el ideal de circulación absoluta de bienes y servicios del capitalismo global, opera en el sentido de la des-simbolización y de la disolución progresiva de las identidades- que se ven así empujadas a los circuitos del Mercado. Hay tres tipos esenciales de identidades: la cultural- de la que da buena cuenta el multiculturalismo. La generacional- de la que se encargan la “nueva pedagogía” en la escuela, la hipertrofia social de “lo joven” y el proceso de infantilización generalizado por el consumismo. Y la sexual- en cuya disolución el Mercado encuentra su mejor aliado en la “izquierda progresista”.
Uno de las características más acusadas de las empresas políticas de la izquierda posmoderna es su maridaje con el feminismo radical, su asunción de las reivindicaciones de las “minorías sexuales” hasta los extremos más folclóricos, y su irrupción entusiasta en los predios ubérrimos del capitalismo de la seducción. Éste es quizá el rasgo más emblemático de la metamorfosis experimentada por la izquierda a partir de los años setenta, tras hacer la digestión de la pitanza espiritual-libertaria norteamericana: su paso desde la vanguardia de la clase obrera a la vanguardia de los consumidores libertarios de clase media. Es decir, de una nueva burguesía que, por obra y gracia de la “nueva izquierda” post-sesentayocho, se vio investida de un papel “transgresor”- incluso revolucionario.
Sabido es que la izquierda progresista ha asumido como propio el concepto, impulsado por el feminismo radical, de la “perspectiva de género”, un enfoque destinado a incidir de una manera u otra en las políticas relativas a la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres, a los derechos civiles y a la familia. La noción de “género” es una invención estadounidense (los “gender studies”) que básicamente encapsula la siguiente idea: la vieja humanidad estaba equivocada, si sus miembros creían poder definirse en función de su sexo, porque lo que procede es definirse en función del género. La diferencia entre uno y otro es que, mientras que el sexo no se elige, el género sí se elige, dado que se trata de una creación cultural. Según esta idea, “el término género no tiene un significado biológico, sino psicológico y cultural. Los términos que mejor corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que lo que mejor califica al género son masculino y femenino, y estos pueden llegar a ser independientes del sexo biológico”.[16]Las categorías “masculina” y “femenina” definen roles sociales.Se trata,como señala Jesús Trillo-Figueroa, de una radical escisión entre sexo y género, y entre naturaleza y cultura. La idea es que “la sexualidad está necesariamente desligada de su origen natural (en el mejor de los casos se considera al sexo biológico como un mero dato) y en consecuencia la sexualidad es una construcción social”. En resumen, ya no se trata de que la sociedad tolere las prácticas sexuales “alternativas”, sino de que —como defendía Foucault— éstas sean tan normales como las otras, o incluso las óptimas- si el poder así lo decide.
Todo ello equivale a la destrucción del orden simbólico-sexual. Para la “papisa” de los “gender studies” Judith Butler, el sexo es una construcción que “no hay que aceptar como un hecho, sino como una categoría en constante reelaboración”.[17]La identidad sexual como estado “fluido”, el transexual como arquetipo posmoderno. Puesto que el que ser “hombre” o “mujer” dependerá del gusto del consumidor, el Mercado suministrará los kits adecuados, al tiempo que la
naturaleza se pliega a las leyes de la oferta y la demanda. Laissez passer, laissez faire. Dada su lógica expansiva, el interés del Mercado en esta deriva está claro: “ningún dominio debe permanecer ajeno a la mercancía, ni ninguna región del mundo ni ninguna “región” de los intercambios en el mundo: lo económico, lo cultural, lo artístico. A partir de ahora, tampoco las regiones psíquicas donde se hace el bricolaje de las identidades”.[18]
Se trata de la emancipación democrática del sujeto frente a las constricciones naturales. El dogma progresista de la autonomía absoluta del ser humano cierra el ciclo, y somete la misma realidad a su dominio. Es el viraje decisivo de la posmodernidad: aquél por el cual el sujeto parlante pasa a ordenar las leyes de lo vivo. Cambio de género y cambio de sexo. En palabras de Dany-Robert Dufour: “se hace como si la auto-fundación en lo simbólico (del sujeto) autorizase la auto-fundación en lo real. Se trata hoy de la reivindicación de la elección de sexo, seguramente mañana de la reivindicación del auto-engendramiento por clonación”. Dentro de esta dinámica, se inscribe la ficción de las “familias” homoparentales. La satisfacción de la demanda de niños para su adopción por parejas del mismo sexo abrirá las puertas —junto a los mercados pequeños y controlados— de un gran mercado ilegal de niños pobres en venta, procedentes principalmente de países del Tercer Mundo. Son todos ellos extremos coherentes entre sí, que apuntan a la libertad total (de comercio, entre otras) y al desarrollo sin freno del neo-liberalismo. El triunfo absoluto del Mercado.[19]
En resumen —añade Dany-Robert Dufour— la noción posmoderna de “género” acompaña a la idea de que muy probablemente en el futuro nos podremos pasar de las diferencias sexuales, y podremos reproducirnos sin aparearnos como las bestias. Es el declive del amor.
No obstante, tenemos que darles una mala noticia a los partidarios del mundo feliz: la democracia tiene sus límites, la naturaleza siempre será la que es, y el parecernunca podrá reemplazar al ser. Y además, hay algo en el hombre que jamás podrá ser destruido por la razón progresista.
4. Progresismo e ideología del deseo
Lo más irónico es que toda esta invasión de los aspectos más íntimos de la vida por la lógica capitalista fue cantada en su día, por los iconos del pensamiento de la izquierda libertaria, como una dinámica revolucionaria tendente a la subversión del orden capitalista-burgués. En los años 70, el filósofo post-estructuralista francés Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guattari defendieron la tesis de que ese tipo de hombre sin identidad ni arraigo, producto del capitalismo, sería el revolucionario del futuro. En su “best seller” filosófico Capitalismo y Esquizofrenia —publicado en 1972—- teorizaron la figura del “Esquizo” (que no debe aquí entenderse en su sentido clínico) como arquetipo del combatiente anticapitalista. Para estos autores, el “esquizo” es un sujeto de identidades escindidas, múltiples, cambiantes. Un sujeto desinhibido, sin sentido de culpabilidad, adaptable y nómada. La esquizofrenia se entiende así como la “desterritorialización radical” resultante del abandono de las referencias simbólicas. En la visión de estos autores —figuras emblemáticas de la filosofía libertaria de la “nueva izquierda”— el capitalismo será superado en virtud de su propio impulso, y por ello será preciso acentuar su vorágine, impedirle “reterritorializar” los flujos ya liberados. En esta tarea, el Sujeto revolucionario por excelencia sería el “esquizo”: el hombre definitivamente “liberado”.
Esta teoría es un ejemplo acabado de la reelaboración del pensamiento contracultural y libertario norteamericano por la izquierda universitaria europea, en un intento de acentuar su componente “revolucionario” y hacerlo entroncar con el marxismo. Una ilusión mantenida por las luminarias del movimiento post-68. Foucault celebró la aportación de Deleuze, y anunció que el siglo sería “deleuziano”. Algo en lo que posiblemente no se equivocaba, pero por las razones contrarias a las que él pensaba.
En realidad, el “esquizo” es el prototipo perfecto para el capitalismo global. El filósofo Dany-Robert Dufour, en su obra El Mercado Divino, lo define como una modalidad de subjetivización que escapa a las grandes dicotomías esencialmente fundadoras de la identidad: no es ni hombre ni mujer, ni hijo ni padre, ni muerto ni vivo, ni hombre ni animal, sería más bien el lugar de un devenir anónimo, indefinido, múltiple. Un sujeto abierto a todas las conexiones. El “esquizo” es el resultado de la des-institucionalización y la desregulación. La “revolución esquizoide se consuma bajo la égida del Mercado. La existencia de individualidades transitorias es perfectamente congruente con la existencia de un Mercado susceptible de suministrar y renovar constantemente un “stock” de prótesis identitarias. Nadie mejor que el Mercado para “surfear” todos los flujos y conectar todo con todo”.[20]
La obra de Deleuze y Guattari es una condensación teórica del universo libertario de Mayo 1968. Un elemento destacado de esta corriente es su intento de reclutar a Nietzsche para la Causa, mediante una reformulación vulgar y distorsionada de los temas de la “filosofía dionisíaca”, dándoles un sentido “liberador”. Todo este enfoque pone en circulación una nueva palabra-fetiche: deseo, que se pretende cargada de gran potencial subversivo. Según esta idea, en la esquizofrenia encontramos una “liberación de flujos del deseo”, que es “revolucionaria por sí misma”. O sea, hacia la Revolución por el camino de la emancipación transgresiva. Es la disolución nihilista en un universo de espectáculo, juegos, drogas y fiestas. El fárrago filosófico de la obra de Deleuze encubre en realidad una “demagogia juvenilista” cortada a la medida de las fantasías lúdicas de los hijos de la burguesía, apta por tanto para su recuperación por el capitalismo de consumo.[21]
Porque es ese capitalismo el que mejor terminará llevando a la práctica el programa “deleuziano”. Si el “esquizo” es una “máquina deseante”, nadie mejor que el Mercado para satisfacer sus deseos. Todos los procesos de des-simbolización en curso (cultural, generacional, educativo, sexual) confluyen en la construcción de esa “máquina deseante” como arquetipo del consumidor. Y en todos esos procesos, la izquierda ha estado en vanguardia durante las cuatro últimas décadas, con lo que le ha prestado un impagable servicio al neoliberalismo. Tras desprenderse del marxismo y de las ínfulas “revolucionarias” del movimiento del 68, la “nueva izquierda” se ha quedado con sus aspectos más lúdicos y hedonistas, para finalmente reconocerse en un capitalismo de rostro amable: el capitalismo de la seducción. En eso —y en poco más que eso— consiste el “progresismo”.
8. El progresismo y la derecha
Una de los misterios más desconcertantes del juego político en las democracias occidentales es el permanente estado de gracia en el que se encuentra la izquierda en su confrontación social e intelectual con la derecha. Y ello a pesar del nutrido historial de errores, incoherencias, fracasos y crímenes que jalonan su historia. Todo parece indicar que, mientras cualquier error de la derecha puntúa “menos cien”, ese mismo error en la izquierda puntúa “menos diez”.[22]
Un misterio aparentemente irresoluble. Pero ¿no será el resultado de un equívoco? A tenor de lo hasta aquí argumentado, podemos proponer una tesis: la confrontación derecha-izquierda, en términos reales, no existe. Lo que existe es un espectáculo mediático-publicitario, por el que distintos grupos dentro de la lógica liberal-capitalista dirimen una serie de contradicciones secundarias. Y dentro de esa lógica, la izquierda está mucho mejor equipada, puesto que es más coherente con ella.
En los siglos pasados, cuando la confrontación derecha-izquierda era real, éstase refería en último término a posiciones filosóficas contrapuestas: la izquierda era la gran heredera del movimiento de la Filosofía de las luces, que a partir de la Revolución Francesa inaugura la modernidad. Y la derecha se convirtió en el custodio de aquellas actitudes de la pre-modernidad que iban siendo progresivamente relegadas por el mito del Progreso. Si tuviéramos que caracterizar muy brevemente esas actitudes, destacaríamos un solo rasgo: su carácter predominantemente antieconómico. Se trataba de ese entramado de valores, creencias y formas de vida propias de las “sociedades tradicionales” que se encontraban en oposición casi absoluta a los intereses de las nuevas clases burguesas, y por lo tanto eran contrarias a la “ideología económica” construida por los padres del liberalismo.
De esta manera, la izquierda se situaba siempre del lado del “progreso”, mientras que la derecha lo hacía del lado de la “conservación” o la “reacción”.Sin embargo,a lo largo de dos siglos el eje de esa confrontación se fue desplazando sistemáticamente hacia la izquierda: mientras la derecha iba progresivamente aceptando la filosofía de las luces y el liberalismo (especialmente en sus aspectos económicos), la izquierda llevaba hasta el extremo la “ideología económica” de los padres del liberalismo, al proclamar el marxismo que “todo es economía” (la obra de Marx se presentaba como una continuación directa de la de Adam Smith y de Ricardo).
Por otro lado, la misma modernidad albergaba en su seno varias contradicciones: las famosas “contradicciones culturales del capitalismo” de las que hablaba Daniel Bell. Por un lado, los “tiempos heroicos” del primer capitalismo están marcados por la “ética protestante” (Max Weber) y puritana del trabajo, del esfuerzo y de la austeridad. Un espíritu en gran medida conectado con los valores de la pre-modernidad. Por otro lado, el liberalismo parte de una antropología individualista que entiende la sociedad como una suma de egoísmos particulares susceptibles de armonizarse sólo por la “mano invisible” del mercado (dogma del laissez passer), y en la que los valores morales pasan a segundo plano, puesto que se entiende que el hombre es “egoísta” por naturaleza. Se trata de un “germen libertario”, consustancial al liberalismo, que al desarrollarse entrará en contradicción con los valores puritanos.
La modernidad tiene un carácter bífido: por un lado, el componente liberal-libertario, de desregulación y pérdida de referentes. Por otro lado, el componente racionalista, regulador, que recoge parte de la herencia del “viejo mundo”. Los sistemas de la modernidad se inscriben, en grandes rasgos, en una u otra línea: la de los pensadores de la economía liberal (Adam Smith y sucesores) y la de los “ilustrados” creadores de “sistemas” racionales (Rousseau, Kant, Marx etc).[23]A esta tensión constante, se solapaba otra: la supervivencia —muy especialmente entre las clases populares— de una buena parte de las formas culturales de la premodernidad, la religión entre otras. Es precisamente en este contexto —la defensa de los valores premodernos— donde se inscribía la acción de la “derecha” en su sentido propio.
Ahora bien, lejanos ya los tiempos del Trono y del Altar, y expulsados definitivamente el Ejército, la Iglesia y la Familia del imaginario de la derecha, a ésta ya sólo le queda defender el modelo económico del liberalismo. Una tarea para la cual sus servicios —al menos en el plano ideológico/cultural— son innecesarios: la izquierda está mucho mejor preparada intelectualmente para aplicar la lógica liberal-libertaria hasta sus últimas consecuencias, y avanzar sin descanso por la senda del Progreso. La “izquierda progresista” carece de los resabios “premodernos” que todavía lastran a ciertos sectores de la derecha. En contra de lo que muchos piensan, el capitalismo no ha sido nunca ni conservador ni retrógado.
Y en este proceso, el momento liberal-libertario es aquél en el que el capitalismo reconcilia todas sus contradicciones. Las tensiones acumuladas encuentran al fin su unidad dialéctica y la conciencia de su unidad. El liberalismo económico (la especialidad de la derecha) se fusiona con el liberalismo cultural (la especialidad de laizquierda) en una misma cosa, cuya expresión política más depurada se traduce como “progresismo”.[24]
De ahí la situación de “inferioridad” de la derecha frente a la izquierda. En realidad, la derecha moderna no puede atacar a la izquierda sin traicionar sus propios presupuestos liberales. El eterno problema de la derecha consiste en como “desprenderse” de sus componentes más “arcaicos”, como “modernizarse” todavía más. Algo en lo que la izquierda siempre le llevará muchos cuerpos de ventaja.
El drama de la derecha es que nunca podrá derrotar a la izquierda oponiéndole el liberalismo, puesto que el liberalismo es la propia esencia de la izquierda. El drama de la izquierda es que nunca podrá derrotar al capitalismo, puesto que el capitalismo es la propia esencia del “progresismo”. Ambas, derecha e izquierda, son las dos caras de lo mismo. La única diferencia está en los carteles electorales.
8. ¿Más allá del progresismo?
“La esperanza de una nueva política no reside en formular una réplica izquierdista a la derecha. Reside en rechazar las categorías políticas convencionales y redefinir los términos del debate político.”
CHRISTOPHER LASCH What’s wrong with the right?
Uno de los espejismos más frecuentes en el debate político actual consiste en la idea de que a la izquierda corresponde abanderar la lucha contra la utopía neoliberal y sus injusticias. Una ilusión infundada, porque la izquierda abreva desde sus mismos orígenes en la misma fuente que el liberalismo. Como señala Jean-Claude Michea, la idea de un “anticapitalismo” de izquierda (o de extrema izquierda) es tan improbable como la de un catolicismo “refundado” que negara la divinidad de Cristo y la inmortalidad del alma.
En este sentido, todocombate coherente contra el neoliberalismo deberá partir de una ruptura con el imaginario político de la izquierda. Un paso muy difícil de dar para muchos de los que se proclaman de izquierdas. El hombre de izquierdas normalmente no tolera que se cuestione su visión maniquea de la realidad, y suele suscribir el dicho “aquél que dice que no es ni de izquierdas ni de derechas, es de derechas”. Reconfortado en su creencia cuasireligiosa, suele persistir con la fe del carbonero en negar la evidencia.
Una de las paradojas más curiosas de la política posmoderna, muy buen descrita por el filósofo marxista Slavoj Zizek, es la siguiente: la izquierda moderada de hoy en día acepta silenciosamente la despolitización de la economía. Y ello convierte a la “extrema derecha populista” en la única fuerza política seria que continúa cuestionando el dominio absoluto del Mercado (Buchanan en Estados Unidos, Le Pen en Francia). En realidad, nos dirigimos hacia una situación en la que la extrema derecha dice abiertamente lo que la izquierda moderada piensa (es necesario poner un límite a la libertad del Capital) sin osar formularlo en público. Por otra parte —señala Zizek— frente al mundo aséptico del multiculturalismo, sólo el populismo de derechas ostenta la auténtica pasión política de la división y de la confrontación: aquella que, lejos de intentar complacer a todo el mundo, no tiene reparos en trazar una división entre “Nosotros” y “Ellos”. Según este análisis, solo habría hoy dos verdaderos campos políticos: uno el que agrupa desde la extrema izquierda hasta la derecha moderada, y otro el que forma la extrema derecha. Sorprendente conclusión: el único frente de resistencia contra el capitalismo es… ¡la extrema derecha![25]
Esta idea permite explicar que, en numerosos países europeos, gran parte del voto obrero tradicionalmente de izquierdas se haya refugiado en partidos populistas o en la extrema derecha. Lo que a su vez explica que el término “populismo” sea hoy en día demonizado, para hacerlo prácticamente equivaler con “nazismo”.[26]
Evidentemente, la izquierda no siempre ha sido como se muestra ahora. La izquierda tradicional, a través de las organizaciones sindicales, la militancia obrera y la presencia en los poderes locales, siempre había mantenido un enraizamiento mínimo en los medios populares. Y desde luego, nada en la vieja orientación socialista predisponía a sus adherentes a promover las fronteras abiertas, el libre cambio, la implosión de la familia o la inmersión de la cultura europea en un flujo de minorías étnicas inmigrantes. Multitud de hechos y fuentes indican que los socialistas de clase obrera generalmente se oponían a la inmigración, favorecían el proteccionismo y no tenían una especial afinidad con las políticas multiculturales.[27]Solo a partir de los años sesenta la izquierda comenzó a cambiar el rumbo, y a perder el contacto con sus raices populares, al tiempo que el marxismo se desacreditaba como la panacea para los problemas de los trabajadores.
Pero la época de la izquierda y de sus rituales “refundaciones” ya ha pasado. Toda superación del “progresismo” deberá necesariamente partir de la conjunción política con esos millones de trabajadores refugiados en la abstención, o en el voto resignado a la derecha o a la izquierda. Un vacío político susceptible de ensancharse, y de convertirse en caldo de cultivo de energúmenos y demagogos. Para evitarlo, habría que proponer una nueva idea, más aglutinadora que todas aquellas que ya han sido marcadas por la torturada historia del siglo XX.
Para ser auténticamente alternativa, esa idea debería dirigirse a todas esas “pequeñas gentes” que instintivamente rechazan el mundo sin referentes del neoliberalismo y su perspectiva deshumanizadora. A todos aquellos que piensan que todo aquello que tiene dignidad no tiene precio, y por lo tanto está fuera del Mercado. Y que afirman que realidades como la identidad, la cultura, el espíritu, la solidaridad, la educación, la familia y la naturaleza no están en venta.
Esa idea debería recuperar la idea de democracia no como entelequia abstracta, sino como un sistema empírico que se encarna en una nación dada, que es preciso reconocer y defender. Y frente a la inconsistencia del “todo vale”, debería recuperar la convicción –bellamente formulada por Christopher Lasch- de que toda comunidad política reposa sobre “el recurso a modelos de heroísmo comunes a todos”.
Una idea que, más allá del nihilismo, se inspire en ese sentido moral básico que acompaña a todos los hombres, y que George Orwell definió en su día como “decencia común” (common decency).
Un proyecto que inscriba todas las luchas anticapitalistas en una perspectiva comunitaria, en la convicción de que la cultura y la identidad europeas no serán nunca el saldo de la globalización.
Pero por de pronto, continuaremos anegados de progresismo. Lo más irónico es que, hace ya una eternidad, cuando Lenin fustigaba en sus escritos las “enfermedades infantiles” del izquierdismo, por “progresista”se entendía todo aquello que acompañaba al proletariado en el camino hacia la Revolución socialista. La momia del líder bolchevique se revolvería en su lecho si pudiese hoy comprobar cuál es el cometido del “progresismo”: acompañar con panderetas la victoria total del capitalismo.
ACLARACIÓN BIBLIOGRÁFICA
El aparato de citas ha sido incluido en el texto para poner a disposición de quien así lo desee una especie de “cajón de herramientas” para emprender un trabajo de demolición sistemática de la “razón progresista”. Algo tanto más necesario —a mi juicio— cuanto que la gran mayoría de las críticas al “progresismo” formuladas en España se realizan desde los consabidos presupuestos “liberal-conservadores”, es decir, desde la óptica del discurso de valores dominante.
Artículo anterior: aquí.
[1] Para un resumen sobre el origen y desarrollo del concepto “posmodernidad”: Jose Luis Pinillos El corazón del Laberinto. Crónica del fin de una época. Espasa, 1998, pp. 229 y ss.
[2] Dany-Robert Dufour Le Divin Marché. La revolution culturelle libérale. Denoël, 2007, p. 187.
[3] Dany Robert-Dufour. L’Art de réduire les têtes. Sur la nouvelle servitude de l’homme libéré à l’ère du capitalisme total. Denoël, 2003,p. 238
[4] En palabras de Alain de Benoist, “la posmodernidad supone la entrada en la era del movimiento, de lo flexible, de lo fractal, lo precario, la red, el rizoma. El ‘zapping’ es el modelo emblemático, paradigmático, del tiempo presente. Caracteriza tanto las relaciones afectivas como los comportamientos electorales, las emociones, las penas y los placeres, los compromisos y las afiliaciones. Las identidades posmodernas son también fluidas, disgregadas, indistintas”. Nous et les autres, problématique de l’identité, Krisis, 2006, p 117.
[5] Jean-Claude Michéa. L’empire du moindre mal, p. 178.
[6] Fenómeno ya denunciado por Hanna Harendt en los años 60. Si la escuela renuncia a enseñar el control de las pasiones, ello equivale a dar rienda suelta a la violencia. Y también a los deseos de consumir a toda costa.
[7] En España, las revistas Hespérides y El Manifiesto publicaron amplios análisis sobre los efectos de la “nueva pedagogía” sobre el sistema educativo en España. Hespérides n.º 15, Otoño 1997 : “Educar ¿Para qué ? De la LOGSE a la reforma de la reforma”. El Manifiesto n.º 5, Junio 2006: “Juventud : El hundimiento”.
Para un análisis detallado sobre las estrategias infantilizadoras del capitalismo de consumo: Benjamin Barber: Consumed. How Markets Corrupt Children, Infantilize Adults and Swallows Citizens Whole, W.W. Norton, Nueva York.
[8] Zbibniew Brzezinski, antiguo consejero de Jimmy Carter y fundador en 1973 de la Trilateral. La reunión aludida tuvo lugar en 1995 en el Hotel Fairmont de San Francisco, bajo la égida de la Fundación Gorvatchov, y agrupó a 500 líderes políticos, económicos y científicos de primer nivel.
El término tittytainement traducido al español como entetanimiento, podría entenderse como “entretenerse con las tetas” o “vivir de la leche de las tetas de otros”. Para una crítica en España del “entetanimiento”: Gabriel Sala, Panfleto contra la estupidez contemporánea. Editorial Laetoli 2007. También: Jean-Claude Michéa, l’enseignement de l’ignorance, pp. 41 y ss.
Señala Gabriel Sala que en la reunión de San Francisco “en ningún momento se entendió que el entetanimiento tuviera connotaciones irónicas o humorísticas: fue una idea seria que se consideró seriamente y fue seriamente aplaudida”. Obra citada, p. 17.
[9] Jean Clair Journal atrabilaire, citado por Dany-Robert Dufour, Le Divin Marché, p. 179. Se trata del “totalitarismo de la inconsistencia, donde todo no es solamente el equivalente de todo, sino que nada existe si no es equivalente de todo y recíprocamente. Toda verdadera negatividad se encuentra excluída”. Annie le Brun, Du trop de réalité. Citado en D.-R. Dufour, obra citada, p. 180.
[10] Jean-Claude Michéa en Impasse Adam Smith, p. 60. Guy Debord: Tesis 34 de la La Societé du Spectacle.
[11] Alain de Benoist. Nous et les autres, problématique de l’identité, p. 130.
[12] Renaud Camus: Le communisme du XXIe siècle. Éditions Xenia, 2007, p. 38. El poder de intimidación del antirracismo ha alcanzado tales extremos en Francia, que ha llegado a ser calificado por el filósofo Alain Finkielkraut de “Comunismo del Siglo XXI”, expresión recogida por Renaud Camus en el título de la obra citada. Renaud Camus ha sido víctima —al igual que Finkielkraut— de una peculiar “caza de brujas” por sus críticas al multiculturalismo y su defensa de la identidad francesa, sin que le valiera para nada su irreprochable pedigrí “progresista” (escritor de éxito, izquierdista, homosexual).
[13] Slavoj Zizek. Plaidoyer en Faveur de l’intolerance . Climats, 2007, citas en pp. 61, 58 y 77. Sobre el concepto de “lo político” y de “lucha política”, Slavoj Zizek: “Una situación se politiza cuando una demanda particular empieza a funcionar como una condensación metafórica de la oposición global contra “Ellos”, contra los que ostentan el poder, de tal manera que la protesta no concierne en realidad a esa simple demanda, sino a la dimensión universal que resuena en la demanda particular”. Obra citada, p. 50. Según esta idea, la lucha política no debe por tanto confundirse con el mercadeo de intereses. Ejemplos: el combate de los plebeyos contra los patricios en la República romana, o el de los obreros de Solidarnosc contra el gobierno comunista polaco, eran políticos. El combate a favor del velo en la escuela, o a favor del cambio de sexo con cargo a la Seguridad Social no son políticos.
[14] “Lo que el espectáculo oficial nos invita a aplaudir bajo el término seductor de “mestizaje” no es sino otro nombre para la unificación jurídica y mercantil de la humanidad. Un mundo integralmente uniformizado, donde el “Otro” no se entiende tanto como una de las partes en un encuentro singular, sino como objeto de consumo turístico e instrumentalizaciones diversas”. “La figura del “Otro” cede el paso a la del hombre sin atributos, residuo metafísico risible de la “lucha contra todas las discriminaciones”. Jean-Claude Michéa, l’empire du moindre mal, pp. 82 y 143.
[15] Un ejemplo: la asociación “Indígenas de la República”, compuesta por las minorías étnicas en Francia, defiende la necesidad de “reventar la identidad francesa”, porque es discriminatoria para todos lo que no se reconocen en ella.
[16] Robert Stoller, Sex and Gender. Citado por Jesús Trillo-Figueroa en Una revolución silenciosa, la política sexual deºel feminismo socialista. Libroslibres, 2007, p. 122. Citas de Trillo-Figueroa en Obra citada, pp. 123 y 125.
[17]"Homme ou femme, peut-on devenir autre chose?". Entrevista con Judith Butler, en Philosophie Magazine n.º 11, Julio-Agosto 2007.
[18] Dany Robert-Dufour. L’art de réduire les têtes, p. 217.
Los esfuerzos por destruir el orden simbólico de los géneros y la estructura patriarcal han culminado —señala Jesús Trillo-Figueroa— en la teoría del cyborg. Contracción de las palabras cybernetics y organism, equivale a organismo cibernético. Es la “deconstrucción” del propio cuerpo: la última emancipación de la modernidad. Se trata por un lado de la posibilidad de elegir el sexo y el cuerpo que se quiera mediante el cambio quirúrgico, gracias a la biotecnología. Por otro lado, el cyborg abre la perspectiva de un mundo sin reproducción humana sexual. El cyborg es un modelo de hibridación que rompe la estructura dualista hombre mujer, masculino-femenino: una criatura en un mundo post-genérico. Ha sido teorizado por Donna Haraway en “Manifiesto cyborg, tecnología y feminismo socialistas a finales del siglo XX”, capítulo octavo del libro Simians, cyborgs and Woman, Routledge, Nueva York, 1991. Todo ello se abre a una perspectiva ontológica post-humanista, que plantea entre otras cuestiones la disolución de la frontera entre lo humano y lo animal. En ella se encuadra el proyecto “Gran Simio”, ya conocido en España. Jesús Trillo-Figueroa, obra citada, pp. 149-156.
[19] Dany-Robert Dufour, Obra citada, pp. 216 y 221.
[20] Dany-Robert Dufour, L’art de réduire les têtes, p. 219.
[21] La obra de Deleuze acentúa los aspectos más delirantes de “la contracultura”. El escritor argentino Juan José Sebrelli subraya en su obra El olvido de la razón cómo el tema nietzschiano de la voluntad de poder «era transformado por la “filosofía dionisíaca” de Deleuze en “voluntad de nada”, en una inclinación nueva: la de destruirse a sí mismo. La transfiguración del dolor en placer sadomasoquista (…), las alucinaciones de la droga y el alcohol (…), la desintegración psicológica de la esquizofrenia permitían (…) elaborar nuevas ideas, otras “formas de vida”. Aunque advertía de que liberarse de la razón, la lógica, los sentimientos de piedad y de culpa entrañaba el peligro de precipitarse en un vacío, afirmaba que todo lo bueno y grande de la humanidad sólo podía surgir de personas “dispuestas a destruirse a sí mismas: mejor la muerte que la salud que se nos ha concedido”». Obra citada, p. 267.
[22] No es éste el caso en los países de Europa del Este, donde se conoce demasiado bien la práctica del socialismo.
[23] “Durante el tiempo en que la modernidad estuvo separada entre dos necesidades adversas, la de la regulación y la de la desregulación, nos las hemos arreglado honorablemente. Los hermanos enemigos, Adam Smith (y los otros pensadores de la economía y la sociedad liberales) y Kant (y los otros Aufklärers, Marx y Freud) velaban por nuestro futuro y nuestra educación. Uno tiraba en el sentido de la desregulación “egoísta”, mientras que el otro tiraba del lado de la regulación moral”. Dany-Robert Dufour Le divin marché, p. 163.
[24] Esta idea ha sido ampliamente desarrollada por Jean-Claude Michéa en sus obras citadas. “El concepto de liberal-libertario traduce la complementariedad dialéctica de las dos caras de la acumulación del Capital: la de la economía y la de la cultura.” Impasse Adam Smith, p. 84.
[25] Se trata de la inversión de la situación tradicional, en la que extrema derecha decía abiertamente lo que la derecha moderada no se atrevía a decir en público. Slavoj Zizek, Plaidoyer en Faveur de l’intolérance, pp. 16 y 62.
Como decía hace algunos años el icono de la sociología posmoderna Jean Braudillard, “el único discurso político real que hoy existe en Francia es el de Le Pen”.
[26] Así se explica también el interés de un creciente número de pensadores de izquierda “no progresistas” por el análisis de estas nuevas corrientes populistas.De hecho, casi todos los autores citados en este texto son -o en algún momento han sido- de izquierda o marxistas. Al dirigir sus dardos contra el fetiche del progreso, estos autores reivindican gran parte de los “valores fuertes” del viejo mundo. Se colocan en una perspectiva, en cierto modo, “reaccionaria”. ¿Reaccionarios de izquierda? Un ejemplo reciente ha sido el del intelectual marxista Alain Soral, que en las pasadas elecciones presidenciales francesas se integró con funciones directivas en el comité de apoyo a Le Pen.
[27] Paul Edward Gottfried: Multiculturalism and the politics of guilt. University of Missouri Press. 2002, p. 30.